miércoles, diciembre 27, 2006

Un pequeño cuento

Siempre había temido no cumplir una promesa. Ahora no estaba seguro. Tendido así, con los ojos cerrados, sobre el fresco pasto de primavera las imágenes del pasado se precipitaron sin que pudiese contenerlas. Sus párpados se abrieron por un segundo. Al volver a cerrarse las lágrimas se deslizaron por las comisuras de sus ojos, como si flotasen suavemente con la brisa. Tal vez sólo era el aire enrarecido. “No sé por qué sucede esto”, pensó inmediatamente, pero quien trata de embaucarse a si mismo con ese tipo de preguntas sabe la respuesta de antemano. Aunque la tratemos de negar, la memoria siempre nos alcanza, nos adelanta y se coloca justo frente a nosotros para vernos directamente a los ojos.

Mauricio sentía las suaves olas del atardecer en sus tobillos, mientras observaba sin concentrarse en ningún punto en especial como unas pocas nubes se perdían en el lejano horizonte. Ese día pensaba cuan liviano le parecía que era todo. Su cuerpo, la camisa, el aire, el leve aroma a humo que venia de la fogata que sus amigos estaban encendiendo en la playa, todo le parecía etéreo y fascinante, como una burbuja de jabón con sus remolinos de colores que se mueven imperceptiblemente. De pronto, sin embargo, la burbuja reventó.

“¡Mauro! ¡Mauro, hueón! ¿Vai a venir o no?”. Era Francisco, uno de sus compañeros. Desde el muelle, que estaba a varios metros del lugar del fuego, Mauricio podía verlo saltando y gritándole. Siempre había sido el más escandaloso de sus amigos. La imagen que mejor lo definía era aquella de cuando cursaban octavo básico. En uno de sus arranques de energía había pensado que lo mejor para despedirse de la básica era hacer una pirámide con todas las mesas de la clase y coronarla con una “bandera” hecha de corbatas escolares. Según él era como conquistar el lugar, como cuando los montanistas llegaban a una cumbre. El único que le ayudó a montarlo todo fue Mauricio; solían ser inseparables amigos y rivales que competían por superarse el uno al otro. Mientras subía a la punta de su monte Everest colegial, sin embargo, la estructura colapsó. Todo lo que quedó de su hazaña fue un moreteado Francisco, lleno de rasguños y cortes que se moría de la risa en medio de los fierros y maderas quebradas.

Mauricio se levantó un poco aletargado y caminó de regreso a la playa. El muelle era bastante largo y las huellas que sus pies mojados dejaban parecían marcas de barniz sobre la madera bajo la anaranjada luz del atardecer. El aletargamiento que lo invadía no era propio de él, pensaban todos, sin darle mayor importancia. El grupo ya tenía todo listo. Luisa había traído algunas cosas para comer, Carlos estaba sacando unas botellas para calentar las gargantas, Cristian trataba de que las mantas no se volaran con la brisa y Julieta le ayudaba. Incluso Miguel, que siempre se olvidaba de cualquier cosa que fuese su responsabilidad; no por mala intención, sino por despistado; había recordado traer la guitarra de su hermana mayor. Por supuesto, él no tocaba ni una miserable nota correctamente; de eso se encargaría Julieta y su talento innato.

“Ya estamos todos”, fue el pensamiento que todos compartieron en el silencio de una mirada cuando se sentaron en torno a las brasas. Y mientras miraban hacia otro lado, como cuando uno se da cuenta de que la otra persona nos está leyendo y nos sentimos incómodos, una segunda idea surcó sus cabezas como una chispa pequeña, fugaz, pero dolorosa: “quizá sea la última vez”. Lo sabían; cuando por fin les entregaran el anhelado diploma, se sacaran la foto de rigor y se despidieran de sus profesores y compañeros, algo cambiaría para siempre. Lo quisieran o no, el tiempo comenzaría a hacer su trabajo y les sería muy difícil mantenerse juntos como hasta entonces. Julieta de seguro tendría que viajar lejos para seguir con la música y Carlos esperaba la respuesta a la beca que había estado solicitando para el extranjero. Miguel se iría con su padre al norte y Luisa había conseguido un trabajo mientras se preparaba para los exámenes del próximo año. Hasta Francisco, el “Loco Pancho”, ya sabía que iba a estudiar. Sólo Mauricio miraba hacia delante sin saber bien que sería de él. Eso lo molestaba profundamente. ¿Cómo era posible que él no tuviese aún su propio sendero?, se reprochaba a si mismo en el fuero de su mente.

Quizá fuese por eso mismo que de todos, era él quién más cerca sentía la próxima separación. Tal vez por eso es que había estado distante desde hace algunos días. “¿Qué te pasa Mauro?”. ¿Cuántas veces había oído lo mismo últimamente? Pero sinceramente no sabía qué le pasaba. Por las mañanas se levantaba cansado, abatido, como si hubiese pasado toda la noche enfrascado en algún problema sin solución. De día se mantenía más callado que de costumbre y no lograba concentrarse. Si bien, sus amigos se percataban de todo, su preocupación se diluía un poco en el nerviosismo y el ajetreo propio de las últimas semanas en el colegio. A veces trataba de recordar que podía ser lo que lo dejaba tan cansado. Pensó que debía ser alguna pesadilla producto del stress, pero no lograba recordar nada, ni un fragmento de sueño, ni una reminiscencia o imagen. Hasta entonces no le había dado mayor importancia. Pero desde que llegaron a la playa, para celebrar juntos su último encuentro como compañeros algo más le molestaba. Llevaban ya dos días en la cabaña de los tíos de Cristian cuando despertó de golpe en medio de la noche. Sentía como si estuviese bañado en sudor frío y por un momento le pareció que la luz de la luna que se filtraba por las cortinas azules se movía con un leve tiritar. Pestañeó un par de veces y se enjugó la frente; no había rastro de sudor. Se sintió un poco desconcertado, pero pensó que debían ser los sueños de siempre. De hecho, todo le había parecido tan irreal al abrir los ojos, que había pensado seriamente que tal vez aún dormía. Pese a que la luz le molestaba un poco se recostó mirando hacia la ventana. Desde su litera podía ver como Carlos dormía enroscado como una cuncuna. Sonrió y luego dirigió la mirada hacia el frente, directo a las cortinas. Lo que vio entonces lo descompuso. Una silueta, vagamente antropomórfica, se proyectaba en la ventana y se movía suavemente con la brisa nocturna. Mauricio sintió que la sangre se le helaba en el las venas, pero no podía moverse; apenas respiraba y sus ojos, abiertos de par en par, estaban fijos en la escena. Su mente estaba en blanco. En ese momento no trataba de explicarse nada ni cuestionaba nada. Ni siquiera se le ocurrió pensar que no podía ser ninguno de sus amigos, pues habría sentido las viejas puertas chirrear; simplemente miraba. Es más, sus otros sentidos lo habían abandonado completamente. Ni el sonido omnipresente de las olas llegaba a él. Lo último que recordó haber visto antes de que la vista también lo dejase fue algo completamente ilógico, que a la mañana siguiente lo haría relegar su experiencia confiadamente al cajón de los sueños absurdos: justo antes de que todo s volviera negro la silueta se había diluido en el centro, como si un ácido la carcomiese, dejando pasar la luz. Pero no era un agujero lo que se había formado, sino letras. La palabra era imposible de olvidar; el mensaje era: “RECUERDA”.

Las llamas bailaban frente Mauricio y el sonido de las risas, la guitarra y el crepitar de las brasas le llegaban solamente como un murmullo lejano, como si una sordina enorme se interpusiera entre el mundo y él. La conversación era esperable: los viejos tiempos, recuerdos del colegio, anécdotas felices y algunas no tanto. La única preocupación en ese instante parecía ser alargar el momento lo más posible; congelar el tiempo. La verdad es que nadie deseaba que acabase, ninguno quería que llegase el momento de la despedida. Sólo Mauricio pensaba en otra espina, igual de molesta, que sentía clavada en su piel. Desde la noche del sueño intentaba descifrar el significado del mensaje. ¿Qué debía recordar? ¿Había algo que había olvidado? Nunca había creído mucho en el tema de los sueños premonitorios o la interpretación de las visiones. Para él eran sólo cosas de viejas locas, neohippies del feng shui y cuarentonas esotéricas. Sin embargo, aquella noche todo le había parecido tan real, tan nítido, se había sentido tan lúcido dentro de todo, que no podía dejar de sentir que había algo más. Era como la sensación que incomoda cuando nuestro subconsciente sabe que olvidamos algo en casa, aunque no lo recordemos. No podía dejar de lado el presentimiento de que algo se aproximaba y debía tener que ver con la palabra RECUERDA.

La voz de Cristian y las notas que Julieta arrancaba a la guitarra lo trajeron de regreso a la playa. La noche estaba bastante avanzada y el frío se hacía sentir en el aire, pero la fogata, los tragos y el calor de los amigos mitigaban su efecto. Por algunas horas Mauricio se olvidó de su preocupación y se entregó a la risa. El ambiente era festivo, pero no lograba ahuyentar del todo aquel dejo de melancolía que pesaba en todos. Las canciones se sucedían, aunque la mayoría de los cantantes no habrían clasificado ni para un festival infantil de kindergarten. Eso ya no importaba, tampoco importaban las antiguas peleas que en algún momento los habían separado. Luisa y Julieta ahora se reían de la vez en que habían peleado por un pololo y Miguel no podía creer que le hubiese dejado un ojo morado a Francisco cuando lo había encontrado orinando en la piscina de su casa. Incluso Mauricio sonreía al acordarse de la ocasión en que, medio ebrio, le había ofrecido combos a Luisa por un malentendido… recordar. Algo debía recordar, volvió a pensar.

El oscuro telón salpicado de estrellas que había sido el cielo comenzó a aclarase lentamente. Para cuando Mauricio se dio cuenta de que la noche estaba por terminar casi todos se habían quedado dormidos. Solo Francisco y él estaban despiertos. El Loco Pancho lo miró con la complicidad de quien está apunto de revelar un gran secreto a otro y se levantó, cogió las mantas con una delicadeza inusitada en él y cubrió a los durmientes. La fogata hacía rato que había pasado a ser un manojo de cenizas tibias. La escena le pareció tan extraña a Mauricio que primero pensó que debía estar dormido también. ¿Acaso era una faceta que en todos estos años nunca había notado? Cuando volvió a mirar su gran amigo también se había entregado a los brazos de Morfeo. Sonaba a lugar común, pero no podía evitar que las palabras apareciesen en su mente: “siempre hay algo que no sabes de las personas”.

Sonrió levemente, como asumiendo lo patético del pensamiento. Siempre se había considerado a si mismo un poco más lúcido que la media. Él no caía en lugares comunes, pensaba en todas la posibilidades y era un hombre de honor. ¿Pero qué era eso al fin y al cabo?, se preguntó. Honor… Miró la arena entre sus pies y volvió a preguntarselo. Claro, su vida siempre había tenido sentido desde la palabra. Él no traicionaba a nadie y siempre cumplía sus promesas. Su gran defecto, sin embargo, era su impulso irrefrenable a no parecer menos que los demás. A veces, más de las que recordaba, lo habían tildado de tonto grave y terco a más no poder, pero eso no le molestaba. Quienes lo conocían sabían que llamarlo cabeza dura era inflarle el ego nada más. Siempre y cuando creyese que hacía lo correcto, se sentía bien consigo mismo.

La luz del sol naciente le llegó por el rabillo del ojo y lo hizo parpadear sorprendido. Había estado tan absorto en sus propios pensamientos que no se había percatado del paso del tiempo. Esperando ver el alba en todo su esplendor y disfrutar de los cálidos colores anaranjados reflejados en el mar, se volteó hacia el horizonte. Su cuerpo respondió más rápido que su mente y dejó de moverse. Su respiración paró por unos instantes e incluso su corazón pareció dejar de latir por algunos minutos. Luego su mente dejó pasar aquel estímulo imposible que venía desde el frente. El sol no estaba elevándose por encima del mar. Es más, no había rastro de nuestra familiar estrella. En su lugar se alzaba una enorme columna de luz que parecía fuego líquido. Las nubes se movían de prisa en círculos concéntricos, como las ondas de un estanque al lanzar una piedra. Los tonos anaranjados comenzaban a dar paso a un extraño color violáceo que se acercaba rápidamente. Mauricio no podía recuperar el control de si, por lo que no vio que otra columna comenzaba a elevarse a cientos de kilómetros a su espalda con los mismos efectos. Veinte segundos después la tierra tembló y un sonido que jamás había escuchado, ni había siquiera imaginado, vino desde todas la direcciones. Tal vez lo más parecido habría sido el chirriar de miles de vidrios molidos en el fondo de una gran fuente metálica, mientras son aplastados por un enorme mortero. La sensación que recorrió su cuerpo curiosamente era paz. Unos momentos después Mauricio fue testigo de cómo el mar se retiró en un instante. Cerró los ojos y pensó que cuando los volviese a abrir una gigantesca ola vendría hacia él y sería el fin. La ola nunca llegó.

Por supuesto que sabía la respuesta. Abrió los ojos y se incorporó. Las lágrimas aún mojaban su piel. Se acercó al borde del barranco y miró hacia abajo. En la playa hacía mucho que no había nada. Las rocas de arenisca proyectaban extrañas sombras a la luz de los curiosos juegos de colores que bailaban por encima de todo. El sol nunca llegaría, pero en lugar de una, ahora había millones de estrellas que se asomaban entre columnas de diamantino polvo y gases incandescentes. “Qué pequeño se ha vuelto el mundo”, pensó Mauricio con ironía. Todo lo que quedaba para él estaba en unas pocas miles de hectáreas que en ese preciso momento giraban a la deriva en medio de los restos de lo que alguna vez fuera la atmósfera terrestre. ¿Cuánto tardaría en disiparse lo que aún lo rodeaba? Ya no era importante. Sonrío y miró a lo lejos como cientos de enormes estrellas fugaces trazaban largas líneas de fuego y humo. Cerró los ojos una última vez y recordó las voces de sus amigos en torno a una fogata hablando del camino que aguardaba a cada uno y de lo interesantes que serían sus experiencias. “Quizá yo no llegue a ser nadie en la vida, pero da lo mismo. No importa lo que hagan, donde estén o cuando sea; les prometo que al final voy a estar al lado de ustedes, acompañándolos.”.

Se sentía un poco vacío, pero al menos en tres mil millones de años nunca había faltado a su palabra una sola vez.